Adiós al cronista del Savoy

Uno va leyendo a Alvite con el alma en vilo, con análoga inquietud con la que sigue los primeros pasos de su hijo por un suelo adoquinado, temiendo que en cualquier momento pueda perder la vertical y producirse un descalabro. Contra todos los temores, el párrafo sale airoso de la bruma, como la expresión más acabada de la definición que Paul Valery acuñó sobre la sintaxis como una cuestión moral. Es el equilibrio interno de la coherencia lo que nos permite admirar una construcción de palabras a la vez airosa y sólida como una catedral gótica.
Santiago González en la presentación de Lilas en un prado negro, de J.L. Alvite

Nadie como Santiago González en las líneas de arriba ha explicado el estilo del creador del Savoy. El jueves pasado, a la hora en que solía empezar la velada en la barra mítica de tantas noches eternas, José Luis Alvite escribía la última línea de su biografía. Con su desaparición se desvanece, como viruta de humo en el espejo, una ventana literaria que oxigenaba el cargado ambiente de la prensa, a veces tan aséptico en el lenguaje como embriagado de sectarismo y desbordado de política.

Descubrí su universo condensado en una columna de La Razón a finales de los 90 y el deslumbramiento fue absoluto. Aquel tipo contravenía todas las reglas de la opinión publicada para recordar que a veces, la mejor literatura encuentra aposento en esos legajos que mañana envolverán el pescado. Decía cosas que invitaban a ponerse de pie en señal de respeto, al escuchar la rotativa. Con un tono a medio camino entre la socarronería y la camisa de fuerza, siempre te dejaba prendido de un pensamiento tan lúcido como exento de pretensiones: “Serás feliz si te conformas con que le toque la lotería al tipo que te debe dinero”.

Entre las sombras de un club de madrugada, acodado perenne en la barra, Alvite nos hacía soñar con diálogos en blanco y negro a cargo de personajes vapuleados, sus almas del nueve largo. De la meretriz al boxeador, pasando por el barman Ernie Loquasto, dibujaba una fauna de personas varadas en la madrugada. Agazapado en la mirada de Chester Newman, el periodista del Clarion de gabardina y oscuras costumbres, aunaba la piedad con el respeto y la admiración profunda, en una personalísima destilación tan marcada por el escepticismo como asombrada del ser humano: “El fracaso es el único sitio en el que puedes sentirte seguro. Nadie intenta quitarte el último puesto”.

Confundido con el ambiente frío y húmedo de su Santiago natal, como si fuese una gárgola de la catedral compostelana, Alvite vio pasar la vida sin creérsela nunca del todo, como si fuese mala literatura. Pero nunca dejó de atender a los detalles para comprender a las personas y muy especialmente a las mujeres. Sin quererlo, con algunas de las frases más celebradas por su legión de lectores, construyó una moral de derrota hecha de compasión y complicidad. Era el genio convencido de que “el amor es algo muy resistente: se necesitan dos personas para acabar con él”. Y también era el hombre persuadido de que las certezas nunca son absolutas: “Hay tipos cartesianos que por las noches le piden a Dios que les ayude a no creer en él”.

En su prosa inconfundible, sus seguidores encontramos mil y un fogonazos de talento, destellos que brillaban con luz propia en la atmósfera vaporosa del club al que nos trasladaba con la imaginación. En cada artículo desparramaba metáforas con la facilidad aparente de quien pierde monedas pantalón abajo, por culpa de un bolsillo mal zurcido. Tras leerle siempre me devastaba la misma reflexión, corroída por la envidia reiterada: ¡quién supiera escribir como Alvite! La verdad, menos románticamente, dejaba ir dos palabras malsonantes.

Al conocer la mala noticia, un amigo me confesó que durante años detenía su camión cuando en la radio sonaba aquella sintonía de Mike Hammer que anunciaba las Historias desde el Savoy. Le imagino recorriendo cualquier carretera y pensando dónde poder detenerse para disfrutar a conciencia de esa pequeña delicia del viernes a mediodía. Éramos muchos los que a esa hora quedábamos inmovilizados en el Savoy. Y es que cuando el prodigio de su prosa cobraba voz en Onda Cero, merecía la pena dejarlo todo.

Era un minuto, quizá dos, de su dicción atravesada por el tabaco, con esa pausa de los grandes del cine negro. Inolvidables momentos, sabiduría y pesimismo a manos llenas, Alvite en vena. Su irregularidad guadianesca en el dial formaba parte del encanto, porque en el guión de los perdedores hasta la incomparecencia forma parte del atractivo.

Gracias a él podré decir a mis nietos que hubo un tiempo en que merecía la pena comprar el periódico por una sola columna, con la sensación de quien paga una millonada por un archivo de cien carpetas enmohecidas, en la intuición de que la más sucia esconde los originales de una obra maestra.

Comprenderán que en estos tiempos, cuando salirse del guión es un lujo vedado a la mayoría, la muerte del inimitable cronista del Savoy resulte doblemente amarga. Él sabía que “el amor eterno es aquel cuyo fracaso se recuerda siempre”. Sus deudos tendremos que aprenderlo ahora.

* Imagen de José Luis Alvite tomada de su perfil en Facebook.

Algunos de los últimos artículos de Alvite en La Razón.
Archivo sonoro de los tres últimos años de las Historias desde el Savoy en Onda Cero.

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